Técnica artesanal
En Chimbarongo, el mimbre no se fabrica: se conversa. Todo parte en el campo, cuando el artesano elige las varas como quien escoge palabras precisas para un poema. Las corta en la estación justa, las deja curar y, cuando es tiempo, las humedece para despertar su flexibilidad. Entonces la fibra cede, no por fuerza, sino por acuerdo.
La técnica es un rito de paciencia. Con cuchillos sencillos y punzones que han pasado de mano en mano, se pela, se limpia, se clasifica por largos y grosores. Cada vara encuentra su destino: unas serán estructura, otras trama. Primero se fija una base —el corazón de la pieza— y sobre ese punto se ancla la historia. Desde ahí, las manos urden y trenzan, alternando tensión y respiro, como un latido que sube por las paredes del canasto o la silla.
No hay prisa. El tejido crece en espiral o en franjas, obedeciendo a un dibujo que el artesano no mira, porque lo lleva aprendido en las yemas. La clave está en el pulso: apretar donde el objeto pide firmeza, aflojar cuando demanda curva. Cada cruce asegura al anterior y prepara el siguiente; la forma aparece sin estridencias, inevitable, como la sombra de un árbol al mediodía.
El remate es un gesto de respeto. Se encajan los bordes, se ordenan los cabos, se pule con la palma hasta que el mimbre queda terso y silencioso. Entonces la pieza habla: huele a río y a sol, conserva la memoria de la tierra y la promesa de servir. Eso es Chimbarongo: una tradición que convierte una fibra humilde en utilidad hermosa, y el trabajo cotidiano en una forma de ternura.